LA MUERTE DEL PADRE RAFAEL
Rumbo a mi casa por la autopista norte de Bogotá esa noche, el carro rueda veloz por el poco tráfico, al oriente las figuras que forma la noche en contraste con las montañas, se van sucediendo unas tras otras como historias cortas, muy estimulante para aliviar el estrés del día. Después de un rato las luces de la ciudad rompen el encanto avisando la entrada a la civilización de cemento. Miro el reloj. 9 35 Pm. El último giro y entramos al barrio, antes de llegar pasamos por un lado de la Iglesia.
— ¿ A qué hora lo recojo mañana? —Me preguntó el conductor del carro, sin apartar sus ojos de las calles por donde rodábamos—
Le iba a contestar, pero me llamó la atención ver las luces del atrio y de la Iglesia totalmente encendidas y cientos de personas alrededor.
Se cumplió la hora, pensé, lo que todos esperamos pero que solo los que quedan vivos registran y recuerdan. El padre Rafael había muerto, ya nada podía retenerlo.
Para muchos la muerte es el fin y para otros es la esperanza
—Ante mi silencio, el conductor hizo una nueva pregunta — ¿Por qué tanta gente a esta hora en la Iglesia? —
Para no dar mayores explicaciones, pues mi ánimo no estaba para eso, le conteste corto –Rezando por algún muerto—
—Parece que era importante —contestó sin más interés.
—Mañana a las 4.30 am lo espero —feliz noche y me bajo del carro—
Entrando a la casa mi mamá me da el pésame, me sorprendió, pues era la primera vez en mi vida que me decían algo así. Tomé un café y salí rumbo a la Iglesia.
En el atrio enmarcado por el pequeño campanario a la izquierda y los frondosos arboles a la derecha, en medio de los cuales se encontraba “El Cristo Desnudo” colgado de la cruz hecha con cilindros metálicos observando con sus cuencas sin ojos la escena de los dolientes. Me encontré con Gonzalo y Carlos; me confirmaron lo obvio. los tres quedamos rodeados de una multitud que crecía por momentos, hablábamos muy poco, solo con el intercambio de miradas, interpretábamos el momento histórico. Después de tantos años juntos y compartiendo fiestas y dolores aprendimos a descifrar lo que el otro pensaba, sin la necesidad de cruzar palabra. Por eso entendía la tristeza de Gonzalo Y Carlos. Ellos estuvieron al lado del padre mucho antes que la comunidad existiera, incluso Gonzalo desde muy niño lo conoció y lo escuchó, cuando llegó al barrio por el año 1966. Estoy seguro que ambos, recordaban anécdotas, palabras y actitudes en ese momento del padre.
No dejé de pensar en las naves Voyager, que tanto estimulaban la imaginación del padre, ellas para ese momento iban camino a abandonar el sistema solar, ellas también permanecerán incluso después de nuestras propias muertes por miles de años, pero fueron motivo de muchos momentos extraordinarios en las que hablábamos de una evangelización interplanetaria a otras civilizaciones.
El primero de febrero de ese mismo año, es el último momento que la comunidad se reunió con el padre Rafael. Fue en una casita de La Palestina que habíamos arrendado para nuestras reuniones fraternales, ya que hacía unos meses no lo podíamos hacer en la casa parroquial, por una orden, que por su puesto no se sabía de quien había venido, de negarnos la entrada para celebrar las reuniones.
El silencio de esas noches asaltó al padre, pues después de muchos años se había acostumbrado al murmullo de las risas, cantos y oraciones, que el escuchaba desde su biblioteca o desde su cuarto, que justo estaban arriba de la sala donde nos reuníamos. Por lo que mandó un mensaje casi secreto, para saber porque no habíamos vuelto los viernes a la 7 de la noche.
A la luz de los acontecimientos de esa época, podíamos entender que el padre estaba perdiendo rápidamente su salud, por lo que no quisimos decirle lo que nos pasó y generarle un momento incómodo para él, y decidimos arrendar una casa, por la necesidad de tener un espacio más grande para las reuniones.
A pesar de nuestra explicación, estoy seguro que no nos creyó, porque para esos momentos muchas cosas estaban cambiando en torno a él y nos conocía de tal manera que era difícil decirle mentiras por piadosas que fueran. Sin embargo, para la inauguración y bendición del nuevo lugar de reuniones fue el invitado como de costumbre de honor. Unos días antes fuimos a contarle para que nos acompañara
—¿Cuál es el programa? — Nos pregunta, le gustaba conocer el contexto y lo que íbamos a celebrar —
—Juan Carlos Acuña, —se lo leyó—
—Me parece bien. ¿A qué hora nos vemos?
Él siempre dispuesto, a pesar de su agenda, aprovechaba cada momento para hablarnos de Dios, del trabajo, del compromiso con los más necesitados
—A las 3 pm padre —contesto Juan y añadió, nosotros lo recogemos a esa hora–
—Muy bien muchachos, los espero — Se gira hacia su secretaria y le dice
—por favor déjeme ese sábado libre.
Ella nos mira, se sonríe y hace la anotación respectiva. Paulina fue secretaria personal del padre
durante muchas décadas, cuantas historias habrá vivido al lado del padre, pensé.
Ese sábado lo llevamos, entramos directo a la sala de la casa, estábamos todos reunidos para la
ocasión, inmediatamente lo saludamos, era como la llegada del patriarca a su tribu con pasos lentos y enfundado en su ruana, levanta la mirada recorre con ella toda la sala, reconociendo a todos y cada uno. Se encamina hacia la silla preparada para él, no era una silla diferente era igual a la de todos, pues los que lo conocíamos sabíamos que no era amigo de las preferencias. Fue un ambiente de mucho respeto y mucho amor.
El dolor por su partida, no se centraba en su muerte, porque, aunque su salud estaba muy deteriorada siempre guardábamos esa pequeña esperanza de un poco más de tiempo.
La pena de Gonzalo y Carlos, se hacía nido en sus corazones porque no pudieron despedirse, a pesar de que él los había mandado a llamar.
—Porque no han venido mis queridos hijos —era la pregunta que le hacía a su mensajera secreta.
Cuando recibieron el mensaje se encaminaron a la casa parroquial, para poder estar al lado de él en esos preciosos y últimos momentos. Llegaron a la puerta de madera, que por décadas atrás estaba abierta para nosotros, pero en esta ocasión no. Ellos llamaron a la puerta. Una fría voz masculina desde adentro les pregunta
—¿A la orden? —Carlos toma la iniciativa.
-Somos Gonzalo y Carlos de la comunidad Engaddí y venimos a ver al Padre Rafael, pues él nos mandó a llamar, él quiere hablar con nosotros.
—Se hizo un silencio, como si estuviera recibiendo instrucciones, por el otro oído. —No, no se puede.
—Gonzalo un poco molesto insiste —Mira, el padre nos mandó llamar.
Nuevamente el silencio, detrás de la puerta. Al momento se abre un poco, una figura desde adentro se mantiene firme.
—No se puede. Hay ordenes expresas, nadie puede visitar al Padre.
—Pero nosotros, somos de Engaddí, él nos mandó llamar — Replica Carlos
Pero la silueta no responde.
Gonzalo en tono conciliador, como siempre, le sugiere al interlocutor. -¿Es posible que alguno de los sacerdotes eudistas que están en la casa nos pudiera ayudar?
—No, ellos ya saben, y la orden es clara.
Se miran, aprietan los labios en señal de derrota y frustración, dan las gracias, pero ya la silueta había cerrado la puerta.
Esa misma noche más tarde el padre muere.
Parados los tres frente a las puertas de la iglesia, las que estaban aún cerradas, construidas con hierros forjados en forma de rejas y adornadas con algunos signos cristianos, particularmente recuerdo el del pez, las que estaban cubiertas por unas cortinas gruesas púrpura en la parte interna y oíamos el cotorreo de las personas que se encontraban más cerca de nosotros. Ese el ritual social propio de los funerales de hablar de todo y de nada, otros con cara de circunstancia y drama, que a mi parecer eran más montajes teatrales, típicos de aquellos que dicen, lo que no hicieron y hablan de lo que no hablaron con el protagonista de la noche.
Se nos acerca un sujeto con una cámara fotográfica en la mano y un aire de periodista recién graduado. Por su actitud al acercarse parecía que tenía información de nosotros.
—Buenas noches. ¿Uds. conocieron al padre Rafael García Herreros?
—Lo miramos y Carlos le despejo su pregunta— —Si claro que lo conocíamos.
—Les gustaría hablar sobre el padre.
—Al unísono dijimos que ¡no! — No era el momento para hablar, era el momento de los pensamientos—
Por la contundencia de la respuesta y la seriedad de nuestros rostros, bajó su cámara lista para disparar, nos mira sin expresión y se retira, hacia otros grupos.
Al interior de la Iglesia, con los ecos propios de los lugares santos, que no albergan más que almas, antes de abrir para iniciar la “Capilla Ardiente” estaba el cuerpo en el féretro y a su lado en solitario lo acompañaba Roberto uno de sus discípulos, de los más cercanos y de los primeros hermanos de comunidad, que, por algunas razones, tal vez por las mismas que impidieron despedirse a Gonzalo y a Carlos del padre, él había decidido alejarse hace una década atrás.
En su despedida privilegiada e íntima y silenciosa, recordaba los periplos por los caminos y pueblos de Colombia, evangelizando y hablando del amor de Dios. En tiempos de navidad le conmovía al padre, recordaba, la tristeza de tantos niños campesinos que no recibían ningún regalo por su extrema pobreza.
Entonces el padre decidió un diciembre hacer una recolecta para repartir, algo que hizo durante varios años. Llenaban varios costales de juguetes y salían por las carreteras, transportándose en un campero color café, nada cómodo, sus asientos eran duros como el lomo de una mula. Buscaba familias campesinas o niños que iba encontrando en cualquier vereda perdida entre las montañas, repartiéndoles juguetes, una especie de San Nicolás, pero de ruana, cabello blanco y sin barba. Solo unos pocos conocían de esta labor del padre.
-Adiós padre, seguiré caminando como usted me lo enseñó.
Da media vuelta y se retira por la sacristía, pocos minutos antes de que abrieran las puertas, y en lugar de pasar por el atrio, decidió seguir por uno de los senderos que estaban en los jardines a un lado de la Iglesia. Después de tantos años sin vernos, Roberto pasó a nuestro lado sin darse cuenta de nuestra presencia y nosotros de la de él.
El atrio totalmente iluminado, lleno de dolientes y curiosos es inundado por el sonido de las campanas y un aullar agudo de sirena que rompe nuestro ensimismamiento, anunciando “el salto hacia lo desconocido, hacia los brazos de Dios” del padre Rafael García Herreros. Los tres nos fundimos en un largo abrazo y una pequeña oración esa noche del 24 de noviembre de 1992
La muerte de nuestro padre Rafael la llevamos en el corazón, siempre alejada a la curiosidad de otros y con la profunda convicción de que las cosas grandes se gestan en el silencio, la oración y tomando las derrotas como aliciente para la lucha.
Gracias por este servicio, el esfuerzo humano de plasmar por escrito estas memorias, para que perduren en el tiempo. Me parece que el estilo en el que está escrito tiene el Espíritu de la escritura del Padre Rafael. Gracias. Bendiciones